Como un ruido de fondo

       Tal vez el ruido sea una imposición de los tiempos en los que vivimos, tenemos que convivir con una dosis de ruido que ya viene en el pack de bienvenida al que nos unimos umbilicalmente cuando nacemos inmersos en la modernidad maquinal y sus consecuencias.

       Dependiendo de nuestra sensibilidad a la exposición del ruido seremos más o menos tolerantes y sufridores con la imposición decibélica. Vas en el AVE y el pasajero de la fila de al lado reproduce videos y demás contenido sonoro a un volumen bastante alto y no hace uso de los auriculares, están haciendo obras y no se tiene la consideración de mitigar los ruidos a los indispensables convirtiendo el suplicio en un aquelarre sonoro, en la nocturnidad artificial del cine oyes a una piara de devoradores de palomitas, conversaciones estentóreas —presenciales y telefónicas— que dejan de ser discretas y privadas,… en definitiva, muchas situaciones ruidosas que nos incomodan. 

       No es cuestión de que uno vaya o viva instalado en una cámara anecoica aislado de ondas acústicas y electromagnéticas para evitar su contaminación, tampoco de que se nos tache de hipersensibles, maniáticos, inadaptados,… y adjetivos similares e incluso despectivos, o de endosarnos todas las fobias conocidas y por descubrir. Se trata de evitar lo evitable, en la mayoría de casos se lograría con un mínimo de educación, empatía y saber estar. A estas alturas, el bienestar acústico debería ser un derecho, en ocasiones, involuntariamente —y no digamos que voluntariamente— no se respeta.

       La educación y la sensibilidad son factores claves, con unas dosis mínimas de ambas aderezadas con pizcas de empatía muchos de nuestros problemas cotidianos y  de convivencia se podrían mitigar e incluso solucionar. A veces, seamos conscientes, no podemos pedir peras al orco (en su acepción tolkieniana), que es el colmo de los olmos.

 

       Es conocida la aversión de Shopenhauer al ruido, sus pensamientos y aforismos más ácidos son muy conocidos y divulgados, algunos recogidos en Parerga y Paralipómena (Escritos filosóficos menores) en los que se incluyen los Aforismos sobre la sabiduría de la vida, que el mismo definió como eudomonología.

       Comentaba el filósofo con cierta ironía que «durante mucho tiempo he sostenido la opinión de que la cantidad de ruido que cualquiera puede soportar sin ser molestado es inversamente proporcional a su capacidad mental y, por lo tanto, se la considera una medida bastante justa”, añadía que «son precisamente las personas que no son sensibles al ruido las que tampoco lo son a la argumentación, el pensamiento, la poesía o el arte».

 

       Alejándonos de ciertos trastornos, enfermedades o fobias relacionados con determinados ruidos o sonidos, catalogados como fonofobia, hiperacusia o misofonía, no cabe duda que el ruido es molesto en ciertos umbrales aunque se difiera en la tolerancia a los mismos.

      En la reciente película Tár, una directora de orquesta y compositora interpretada genialmente por Cate Blanchet (Lidya Tár), en la que se desarrolla un drama psicológico sobre el auge y caída de la protagonista, intercalado con destellos filosóficos y reflexiones sobre música y temas de nuestro tiempo que culmina con un episodio de la llamada cultura de la cancelación, se recoge un diálogo entre un experimentado director de orquesta y la protagonista en el que se trae a colación las anteriores palabras de Shopenhauer.

       El comentario, que pasa un tanto inadvertido en las escenas iniciales del film, va ganando enteros conforme avanza, no se trata sólo del ruido acústico sino del ruido como elemento distorsionador y contaminante en las relaciones personales y sociales, a lo que se añade como las redes sociales invaden el espacio privado y se emplean y manipulan como justicieros universales y sumarísimos. Un ruido que distorsiona la verdad y los hechos, que impone un discurso social de lo políticamente correcto donde todo lo que queda fuera del mismo es perseguido, ajusticiado y cancelado sin apenas ejercer el derecho a la defensa.

 

      Esa distorsión que se plasma en la película también es la fricción entre el enfoque vital generado por el choque generacional entre un modo actual de interpretar la realidad y el hasta el momento imperante, entre concepciones de la libertad y de la vida bien distintas. Un enfoque coherente y genérico que ve tambalearse por aspectos concretos y puntuales que toman a la parte por el todo y pierden la perspectiva.

 

      El ruido se impone ante el silencio, ante la música, la belleza, el razonamiento. El ruido como principal instrumento de establecimiento de la dictadura de lo políticamente correcto que hace desintegrarse el componente individual y su pensamiento, y que en su estadio más avanzado emplea su arma más letal, la cultura de la cancelación.

 

      Todd Field, director del film, sabe hurgar sutilmente, desde la superficie, mostrando la peligrosidad de lo ficticio del guion para advertirnos de lo que está ocurriendo soterradamente y solapadamente, un ruido de fondo que ahora apenas percibimos pero que está acrecentándose y que puede establecerse en lo real.

 

       La protagonista padece cierta fobia a diferentes ruidos y sonidos que les produce un trastorno neurológico asociados, pero también se establecen como metáforas de los que anteriormente he expuesto, como avisos de alerta ante lo que está ocurriendo.

 

      Hay un ruido de fondo que apenas percibimos pero que sabemos que está ahí, que está creciendo, que se acrecienta y aproxima inexorablemente. Tal vez sea un síntoma de inadaptación a los nuevos tiempos que van llegando aunque tengo que decir que la música que suena no me gusta, tal vez el ruido sea la música de esos nuevos tiempos.

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