Jaime de Armiñán, el dulce sol de la infancia

 

       El escritor, guionista y cineasta Jaime de Armiñán (1927-2024) ha fallecido recientemente, con él se ha marchado uno de los últimos representantes de una época y generación que vivió y realizó su trabajo tras la postguerra de nuestra contienda civil.

         Jaime de Armiñán desciende de un linaje de políticos, gobernantes, escritores, artistas, dramaturgos y comediantes.

La herencia teatral de sus abuelos maternos, Federico Oliver y Carmen Cobeña, y de su madre Carmita Oliver, se manifiesta al comienzo de su primera etapa artística con varias obras teatrales.  Con su primera obra Eva sin manzana (1953) obtuvo el Premio Calderón de la Barca y con Nuestro fantasma (1957) el Premio Lope de Vega, dándole una alegría a su abuelo dramaturgo Federico Oliver antes de su muerte, haciéndole afirmar a su nieto que «ya no me muero».

 

       Posteriormente, a finales de los sesenta es uno de los pioneros de RTVE con la colaboración como guionista y en numerosas series, Érase una vez, Cuentos para mayores, Historias de la frivolidad (con Chicho Ibáñez Serrador), Las doce caras de Eva, Suspiros de España, Una gloria nacional, y la archiconocida y genial Juncal, con la genial interpretación de su amigo Paco Rabal.

       Como director de cine siempre tuvo una visión original y una concepción propia: «El cine es un espectáculo y hay que darle un punto de escape, de imaginación y fantasía, que a veces no se le da […] La función mágica del cine es precisamente conseguir del público que pueda escapar de la triste realidad cotidiana». Mi querida señorita (1972), con una inconmensurable interpretación de José Luis López Vázquez, y El nido (1980) fueron nominadas al Oscar. También son muy bien valoradas otras películas como El amor del capitán Brando (1974), Stico (1985), La hora bruja (1985),…

       Más de 700 guiones muestran su labor principal, la de escritor; es conveniente apuntar que escribió varias novelas. Con una escritura elegante y fluida, buen observador y siempre con la palabra precisa. Añadir que estudió en el Colegio Estudio creado bajo las influencias de la Institución Libre de Enseñanza —allí editó el efímero periódico Tata—, que su obra Biografía del circo es muy valorada en esos ámbitos y además de numerosos escritos y artículos sobre su afición más significativa, la tauromaquia.

 

       Cabe destacar La dulce España (2000), Premio Comillas, memorias de su infancia y hasta su mayoría de edad, en la que recorre por sus propios recuerdos, los de sus padres, abuelos y amistades y por las numerosas ciudades por las que pasó o residió en aquella España tan convulsa de la Segunda República y de la Guerra Civil Española en la que «de pronto una piedra hace añicos el escaparate de La Dulce España y la imagen del niño se parte en pedazos». Leyendo La dulce España no solo conocemos los cimientos sobre los que se asentará el adulto Jaime de Armiñán, además se nos ofrece una magnífica visión a través de sus vivencias de cómo se fraguó la triste historia de esos años. Dice Jaime de Armiñán que «viví la guerra estando presente en los grandes acontecimientos. Yo tenía siete años y recuerdo que mis padres, y yo con ellos, nos fuimos de Madrid. En el camino nos enteramos de que habían matado a Calvo Sotelo. Poco después, camino de Vitoria, vi cómo caía el avión del general Mola y en París, siendo mi padre corresponsal de guerra (para ABC), asistí al término de la guerra mundial y al momento en que De Gaulle cantaba La Marsellesa».

       El amor de Jaime de Armiñán por sus padres, Luis de Armiñán y Carmita Oliver, queda plasmado en las páginas de las memorias, además de la de sus abuelos, especialmente la de su abuela Carmen Cobeña («una gloria nacional») y su querido abuelo, Federico Oliver e incluso la de su bisabuela Julia Crespo —ambos chipioneros—, de ellos heredó su alma más sensible y su compromiso social y político.

 

       Jaime de Armiñán escribe un magnífico panegírico a su abuelo Federico Oliver tras su muerte en 1957: «Ha muerto Federico Oliver. Mi abuelo Federico. Solo, sin compañeros y sin amigos, solo con sus hijos y su mujer en los últimos años de su vejez. Olvidado de los profesionales y de su público, olvidado, incluso, por los que tienen el deber de no olvidar, y me refiero concretamente a la obra del profesor Valbuena, Historia del Teatro Español, que no menciona a Federico Oliver, autor importante en su época —estoy seguro— de indudable proyección en la verdadera historia del teatro español…».

 

       La memoria y el olvido, incómodo binomio.

       Es cierto que la figura de su abuelo Federico Oliver ha pasado desapercibida e incluso ha sido olvidada en la mayoría de ocasiones cuando se ha hablado del teatro de su época. Este año estamos celebrando el 150 aniversario de su nacimiento y puedo asegurar que tras investigar sobre él, que la labor y la obra de Federico Oliver fueron relevantes e importantes; pero incomprensiblemente ha permanecido oculta bajo múltiples capas. Espero que tras la próxima publicación de la biografía —Federico Oliver, la poética del dramaturgo—que en breve verá definitivamente la luz, sirva para restituirle su auténtico valor y que pase a figurar en el primer plano del teatro de su época por méritos propios.

       Deseo que no ocurra lo mismo con su nieto, con Jaime de Armiñán, que no medie el olvido y que no tengan que pasar muchos años para reconocer su intrínseco y crucial valor. Un repaso por su vida y obra hace que, por justicia, ocupe también un primer término en todas aquellas materias en las que intervino, como pionero y como exponente destacado de una generación de artistas excepcional.

 

       Los hijos de Jaime de Armiñan y Elena Santonja, Álvaro, Eduardo y Carmen de Armiñán Santonja, han heredado de estos sus bonhomías y talantes abiertos y alegres.

       Me contaba Eduardo que, el domingo anterior al fatal desenlace, estuvo con su hijo y su padre dando un paseo por el Retiro y que pasaron un día feliz y plácido. Me dijo que Don Jaime de Armiñán murió como un bendito, dulcemente, tan dulce como su hablar y quizá como su objetivo vital, saborear la dulzura de la vida a pesar de sus sinsabores.

       Tuve ocasión de ver a Don Jaime en su piso de la calle Hermosilla hace algo más de un año, aunque sabía de su enfermedad, le comenté que la próxima vez que viniera le llevaría un moscatel de Chipiona, pude vislumbrar una inesperada y leve sonrisa y mirada, tal vez le vino al recuerdo el dulce sol de la infancia.

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