Sobreexposición veraniega
Las estaciones del año son un ejemplo, sobre el papel, de compensación armónica natural. El contraste de los intensos solsticios con los mesurados equinoccios aparejados con la bella laxitud de las primaveras y otoños que deriva en la exaltada incontinencia de los veranos e inviernos. El omnipresente efecto del cambio climático ha venido a romper ese equilibrio y son una enmienda a la totalidad a lo anterior.
Encuentro un paralelismo al respecto con la serie de conciertos para violín Il cimento de ll’armonia e dell’inventione (El concurso de la armonía y la invención) de Antonio Vivaldi, entre ellos estaban incluidos los cuatro archiconocidos conciertos pertenecientes a Las cuatro estaciones. Sin duda, se trata de la música más conocida del peculiar prete rosso (el cura rojo, Vivaldi era un cura sui géneris y además pelirrojo), aunque tiene muchísimas otras composiciones de mayor calidad en su extenso catálogo. Las cuatro estaciones es uno de los precedentes de música programática, en cierto modo, toda música tiene algo de programática al cumplir una intención comunicativa trasmitiendo un mensaje, pero en este caso se hace más explícita, teniendo en cuenta además, que a la música se le acompañó unos poemas descriptivos de cada estación, de presunta autoría del propio Vivaldi.
La audición de Las cuatro estaciones devuelve una sensación de armonía, la redondez de la obra en su conjunto logra el sentido de unidad y programático que el músico perseguía en su concepción. El presto de El verano nos dibuja plenamente la sensación que esa estación nos produce: la sensación caliginosa de la canícula, la vertiginosa fluidez de los segundos, la luminosidad que lo inunda todo, la pesadez que se establece en la atmósfera vital, …
Los versos que acompañan a la obra nos dibujan una escena costumbrista estival: «bajo la dura estación que el sol enciende, mustios el hombre y el rebaño, arde el pino. Alza el cuco la voz y pronto responde la tórtola con su canto y el jilguero con su trino. Sopla el Céfiro dulce y, sin tardar, Bóreas, su vecino, le responde…».
Si el invierno conmina al letargo, el verano nos impele a la actividad. Desde la amanecida hasta el crepúsculo vespertino, las horas de sol nos brindan su máxima amplitud e intensidad durante el estío, es una invitación tácita al dinamismo vital. La sobreexposición lumínica es un incentivo a la actividad, el horizonte de nuestro acontecer que nos ofrece ese plus solar es bien acogido inicialmente, por el contrario, la canícula es un severo inconveniente que viene a rebajar la expectativa. Al igual que en fotografía, la sobreexposición quema el paisaje que se nos muestra y esa realidad expansiva que se nos presenta se vuelve espejismo, ilusión; no es oro todo lo que reluce.
Un factor fundamental es la circunstancia, como todo acontecer humano cada cual afronta la época veraniega como mejor puede. Es indudable que cuando somos jóvenes el verano nos proporciona la mejor de las opciones, el ocio y el descanso tienen dosis más que sobradas, el día da —o daba— para todo, la despreocupación infantil o juvenil añadían a todo ello el disfrute más gozoso y pleno. Los años nos llenan de inconvenientes nuestra mochila vital, esos veranos eternos y joviales son afrontados años después de un modo bien distinto y en circunstancias bastante diferentes, lo cual no es óbice para que experimentemos episodios memorables.
Personalmente, prefiero la moderación de las primaveras y los otoños a los excesos de los veranos e inviernos. Todo ello hay que matizarlo, los que vivimos en una zona donde la climatología es condescendiente por su suavidad y benevolencia, gozamos de los favores que nos concede. Además, los residentes en poblaciones turísticas —como es mi caso— que sufren un gran contraste durante la temporada veraniega, nos vemos afectados seriamente en nuestro modus vivendi, nuestro entorno habitual se ve alterado de un modo traumático; obviamente no todo es negativo, existen factores positivos, los ingresos económicos son necesarios y también el cambio de rutina rompe la monotonía.
Si bien la intensidad del verano pueda ser vivida o revivida cinematográficamente como un largo travelling y un plano secuencia, como una concatenación de hechos y vivencias siempre relacionadas con un ocio expansivo, yo lo percibo como una relación de momentos. Es una impresión que encuentro en los cuadros de Sorolla con motivos playeros, en los que el movimiento, la luz, los matices y colores, se expresan de un modo intenso, pero mitigados por una pátina nebulosa que aporta sosiego y armonía.
Cada uno cuenta la feria según le ha ido, en este caso, la sobreexposición veraniega puede tener varios relatos, todos plausibles. Yo intento pasar esta temporada sin que el destello del flash me deslumbre, parapetado en mis gafas de sol y mimetizado en mis refugios —también subterfugios— contra el exceso de intensidad.
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