Titulitis
«Valoración mesurada de los títulos y certificados de estudios como garantía de los conocimientos de alguien», esa es la definición de titulitis que recoge nuestro Diccionario de la Lengua Española (DLE).
Es evidente el matiz negativo del término, que se contrapone a todos los aspectos positivos que la posesión de un título o certificado pueden aportar, proviene del mal uso del mismo. Proverbialmente se sentencia que «el saber no ocupa lugar», todo conocimiento es bien recibido y nunca está de más, podemos convertirnos en enciclopedias andantes o en máquinas humanas de Inteligencia Artificial, hasta que Jordi Hurtado nos conceda el título de supermagníficos de Saber y ganar.
Pero atiborrarnos de conocimientos puede que no nos haga más inteligentes y humanos, para ello deberíamos utilizar el «sapere aude», esa locución que invita a emplear esos conocimientos atreviéndonos a combinarlos de un modo inteligente, utilizando la razón; aquella capacidad que ya Horacio indicaba en sus Epístolas y que, muy posteriormente, Kant la tomaba como leitmotiv de la Ilustración. Cantidad y calidad son necesarias, el conocimiento bruto hay que modelarlo para que sea útil al comportamiento. También el sueño de la razón produce monstruos, bien lo sabía nuestro genial Goya, el exceso de razón tiene sus consecuencias y nos puede convertir en humanos, demasiado humanos, como puede corroborarlo el gran Nietzsche. ¡En fin!, ne quid nimis.
Los títulos son necesarios, imprescindibles en la gran mayoría de casos, se nos exigen por doquier, son los salvoconductos y las contraseñas para poder pasar a la siguiente fase. Pero un título no deja de ser más que una foto fija, en la actualidad los conocimientos en cualquier materia tienen nos hacen mantener una continua formación para estar al día de los múltiples avances y novedades.
Hay otros factores muy importantes a tener en cuenta además del título, existe el llamado currículo oculto, aquellos saberes, habilidades y experiencias que no están recogidos oficialmente en un título, pero que son igualmente necesarios y útiles para el desenvolvimiento profesional y personal. Al no ser algo constatable oficialmente, no se pondera como es debido y normalmente pasa desapercibido.
La Universidad es la que ofrece el título más comúnmente aceptado y el objetivo inicial que todo estudiante persigue, después existen otros grados y especializaciones para conseguir una formación más específica y un rango superior. No todos los universitarios acceden a las carreras que le son más deseadas, ahí se truncan muchas vocaciones verdaderas que por el mero hecho de no pasar el listón del baremo establecido quedan fuera de su elección.
La complejidad de nuestro mundo actual hace que la especialización sea una necesidad cada vez más requerida, la tecnificación en casi todos los campos contribuye a ello. Como consecuencia, la universalidad o totalidad que el concepto mismo de Universidad lleva inherentemente, deja de ser tal; se pierde generalidad y se gana concreción, se pierde visión de conjunto a cambio de precisión en el detalle y, como consecuencia, se deteriora y traslada el enfoque humanista hacia el tecnocientífico.
Ortega y Gasset, que tan magníficamente intuyó el devenir de las masas y las consecuencias que años y décadas posteriores se producirían, advirtió en el apartado «La barbarie del especialismo» de La rebelión de las masas sobre el especialismo que «llega a proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto queda fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva, y llama diletantismo a la curiosidad por el conjunto del saber». Más adelante añade que «el especialista sabe muy bien su mínimo rincón del universo; pero ignora de raíz todo el resto».
En relación con ese ensayo y la Universidad, trató Ortega en Misión de la Universidad. Supo igualmente anticiparse a la llegada del hombre-masa y del hombre medio a las enseñanzas universitarias y plasmó su parecer al respecto, fijó dos lemas: «A) La Universidad consiste, primero y por lo pronto, en la enseñanza superior que debe recibir el hombre medio. B) Hay que hacer del hombre medio, ante todo, un hombre culto —situarlo a la altura de los tiempos—. Por tanto, la función primaria y central de la Universidad es la enseñanza de las grandes disciplinas culturales». Lo anterior está recogido en el capítulo III «Lo que la Universidad tiene que ser “primero”. La Universidad, la profesión y la ciencia», en la que también se preocupaba de esas diferenciaciones en atención a lo que en un futuro acontecería.
Transcurrido casi un siglo de lo indicado por Ortega, podemos observar como el discurrir de la Universidad y de las enseñanzas académicas se han decantado por el especialismo y ha arrinconado una formación más humanista. En cierto modo, los universitarios se han convertido en ladrillos bien cimentados en el muro de nuestra realidad, el sapere aude no entra dentro de los objetivos del sistema universitario.
La titulitis establece una servidumbre, hay agentes activos y pasivos, los que se aprovechan de ella y los que se dejan aprovechar. Los que no han desertado del sapere aude y que a su vez ostentan un título —son los menos—, los que creen que pensar y tener criterio propio merece la pena, son ladrillos defectuosos que se desechan en la construcción del muro, pero esto quizás sea motivo para otro artículo. Si los muros —paredes— hablasen… Porque oír…, aseguro que oyen.
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